ELLA – Una historia de amor en silencio

10:18 AM | |

Cuando me llamó mi madre, el abuelo ya se había marchado. Ya no podía alcanzarlo. Observé el cielo tras la ventana. Las nubes se iban reuniendo con una premura inusitada… Cuando puse el coche en marcha, gruesas gotas pugnaban por horadar el parabrisas.

Nos lo susurraron en la clínica: la cita ya estaba fijada. Fue entonces, casi al amanecer, cuando lo oyeron, en sueños, llamándola. La abuela llevaba años vestida con su traje de novia blanco, esperándolo. Él despertó sereno y, con sencillez, dijo: «Me voy». Y se marchó antes de que la lluvia lo alcanzara, antes de que la tormenta empapara su impecable atuendo nupcial.

La carretera era un río, y los coches, barcas en una barcarola fúnebre. La escena me evocaba una letanía. Una letanía de imágenes del pasado, que al fin y al cabo, coincidía con mi estado de ánimo. Él había vivido una vida plena de días llenos; por eso nosotros, llenos de recuerdos, debíamos ahora atestiguar su final.

«¿Adónde vas?» exclamó mi tía con un amargo lamento, pero él permanecía impasible. Sabía que Ella lo esperaba. ¡Ella! Un abrazo tierno que jamás le dio, una palabra cariñosa que nunca pronunció. Reunió todas sus deudas pendientes y partió. Como si hubiera estado listo desde hacía tiempo, con su última sabiduría guardada en el equipaje.

Para mí eran ángeles, y así los recuerdo. Dos ángeles terrenales de aquella época, para mí entonces despreocupada, evocada en mi memoria apenas como pinceladas en blanco y negro, sin matices definidos. Él era alto y fornido; ella, menuda y frágil. Él corría sin freno, mientras ella, débil, no podía seguirle el paso. Su aura lanzaba chispas, y ella quedaba siempre atrás, cuidando de no quemarse. Su evidente superioridad, por sí sola, emanaba una arrogancia involuntaria.

Él hablaba y ella callaba. Una comparsa muda en una escena donde él, el protagonista, acaparaba todo el estrellato. Muchas veces la provocaba para que riéramos. Pero la sonrisa de ella ocultaba una amargura esculpida a lo largo de los años: la sumisión ante la indiscutible supremacía social del varón dominante.

Pasaron los años y ella, exhausta, se recostó para dormir en silencio, para siempre. Luego él se asustó. La primera vez que lo recuerdo con miedo. Todo el amor que mantuvo preso en la mazmorra más sombría de su corazón se rebeló en el último instante y, como un verdugo implacable, lo arrinconó contra el muro. De pronto comprendió cuánto la amaba. De pronto entendió cuánto necesitaba decirle: «¡No te vayas, mi vida, te amo, por favor no me dejes!»

Con un libro de oraciones intentaba en vano conjurar a la muerte. Y aunque tal vez con sus plegarias la mantuviera con vida, ella ya no estaba allí. Entre sábanas blancas había renunciado a todo lo que la unía a la existencia.

Agonizó en silencio durante días, sin regalarle ni siquiera su última sonrisa. ¿Quién sabe qué le susurraba al oído, hora tras hora, cuando ella ya no podía oírlo? Él confiaba en que solo fingía no escucharlo. Sin ruido y con humildad, fiel a su naturaleza, ella emprendió su último viaje, sola, aunque él le sostenía la mano.

Ella lo perdonó. Era su marido. Vivieron en una época muy distinta, dura y difícil. La lucha diaria, la responsabilidad y la necesidad de criar a sus hijos lo mejor que podían… El esfuerzo era su pan de cada día. El romanticismo no tenía cabida en su escenario.

Ella lo perdonó por no haber sido el príncipe en un cuento de hadas. Porque él no podía ser príncipe, y ella tampoco creía en cuentos. Ella lo perdonó. Estoy seguro de ello. Al amanecer llegó a su sueño vestida de novia. Extendió sus manitas, tan débiles y pequeñas manitas. «Vámonos —le dijo—, Dios, con sus sagradas vestiduras, nos espera. Él nos casará, hombre de mi vida. ¡No tardes!»

Lo oyeron llamarla: «¡Ya voy, mi amor!». «Habla dormido», dijeron algunos. Pero él ya lo sabía. Por eso despertó sereno y decidido, sobreponiéndose al terror a la muerte. «Me voy», anunció. «Tráiganme mi traje de novio, vístanme…»

Ya era mediodía. Mi madre y mis tías llevaban un buen rato buscando al sacerdote, desesperadas. Él estaba impaciente. «¡Traigan al padre, por favor! ¿Por qué tarda tanto? ¡Debo marcharme!» Ella lo había perdonado. Él también anhelaba el perdón de Dios para saldar sus deudas ante los hombres. Comulgó y murió. «Dios lo amaba», comentaron, y enseguida la lluvia volvió, deteniéndose apenas un instante durante su entierro.

Una cruz de mármol, con la foto de la abuela, y debajo, la tierra recién removida. Allí sus cuerpos se fundieron para siempre. Pero bajo la llovizna que reanudaba su caída, y a lo lejos, donde la luz luchaba por desgarrar la densa y oscura masa de nubes, distinguí, difusas, dos figuras: un novio alto y corpulento, y a su lado, una novia menuda y frágil… Él la besó, y tomados del brazo, alzaron el vuelo juntos, como palomas blancas hacia las iglesias infinitas.

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